Diana Laura Fercano Pérez tiene entre sus manos el cuaderno en donde dibuja los símbolos que después bordará en los huipiles. Es una libreta con hojas amarillentas de las que surgen escarabajos, coralillos, tulipanes, ramas de tabaco, el árbol de la vida, un racimo de dalias geométricas.
Es una libreta que atesora los diseños de su madre, Minerva; su abuela, Elena; su tía, Hermelinda; su hija, Nilda. Todas ellas le han dado vida por cuatro generaciones a las costuras y bordados de sus huipiles, en los que hilan el agua, la noche, la muerte.
Con 28 años a cuestas, Diana Laura lleva más de una década sumergida en las insignias de los tsa ju jmí, la “gente de la palabra antigua”, a quienes se les conoce como chinantecos. En el hilo vela con el que borda deja un legado que puede trascender la punta del cerro escarpado donde vive en el municipio de Valle Nacional, en el alto Papaloapan de Oaxaca.
“Nos compran huipiles para llevarlos a exponer a varios lugares de Oaxaca, pero no nos venden nada, nos lo devuelven, sólo copian nuestras figuras, nuestras flores, luego dicen que son sus diseños, los graban, pero nosotras le ponemos truco a los hilos, los conocemos desde hace mucho, por eso sabemos que es el nuestro, por eso no nos llama el gobierno de Valle Nacional”.
Por eso, su familia ha preferido comercializar los huipiles por cuenta propia, entre amigas, entre maestras, de boca en boca desde Rancho Montalvo, un pequeño enclave de treinta personas fundado en 1935, a 62 kilómetros de Tuxtepec, constituido principalmente por mujeres, que antes de hilar y bordar, siembran maíz, cilantro y chile. Los pocos hombres cuidan el campo o hacen faenas.
Ellas secan el café al sol, esperan a que su grano se haga una perla para tostarlo, lo majan, lo trituran en un molino de cacao viejo y gigante que está dentro de la casa donde vive Diana, junto a su madre y su hija. Luego entre todas las mujeres venden el café oro en los pueblos vecinos a 200 pesos el kilo.
Minerva, el mundo es un árbol rojo
Minerva Pérez Ángel, de 48 años, tuvo cuatro hijas, entre ellas a Diana Laura, y un varón. Amable, con voz dulce y pausada, abre la puerta de su casa con una sonrisa: “Aquí en la montaña no hay calor como allá abajo”, dice.
En la casa de Minerva hay guayaberas de manta colgando, un altar con todas las vírgenes y cuadros de sus hijas con ángeles de la guarda detrás. Su casa huele profundamente a café y a caldo de pollo. Hablan de ella su vestimenta y su casa: colmillos de tigre, huesos de iguana, un perro de monte carnívoro y disecado colgando del centro de su sala, árboles de la vida intensos y rojos por todas partes.
Muestra huipiles, uno tras otro. Extiende los ajuares más preciados que ha elaborado, mientras su nieta Nilda Selena, de cuatro años, corre por la casa con los telares chicos sujetos al pecho.
“Cuando entre todas hacemos un huipil es más rápido, cuando lo hace una sola de nosotras nos tardamos hasta un año en una pieza de bordado tupido. La gente quiere pagar todo barato, quieren pagar el hilo que cuesta 140 pesos la madeja, pero no les importa el sacrificio o el tiempo de trabajo”, relata.
Minerva empezó a hacer telares y huipiles en 1992, aprendió de su suegra, Elena Norberto Pérez, y de su cuñada, Hermelinda Fercano Norberto. Su madre murió cuando ella nació y creció con su abuela Josefina Avendaño, quien también bordaba el mundo en su ropa de día.
Hermelinda, enseñar para cosechar
Hermelinda Fercano Norberto tiene 64 años. Vive con su padre Emiliano al lado de la casa de Minerva y Diana. Su casa está conectada con el resto de la familia por un corredor de piso con tierra donde hay machetes, mesas de madera y plantas silvestres.
“Nosotras enseñamos a nuestras hijas, a nuestras sobrinas, esto es una herencia, una raíz y verlas defenderlo nos hace sentir que estamos cosechando algo”, comenta orgullosa.
Dice que los hombres apoyan solamente en separar el hilo, porque el madejado que se hace con malacate y con espejes “sólo es cosa de mujeres”. Hermelinda aprendió a tejer y bordar cuando tenía 15 años, su mamá le decía que cuando una mujer bordaba o hilaba creaba un pedazo de mundo y que nadie debía molestar ese proceso.
Si alguien veía los signos, se enredaban los hilos, porque la vista “calentaba la tela”, pero cuanto más se amarraba el tejido, más se acercaban los hombres: “Las mujeres hacemos esto para nosotras, para representar el mundo, si el hombre ve el telar ya no sirve, debemos suspender el trabajo”.
Huipiles con colores del cielo
Las mujeres de Rancho Montalvo coinciden en que la tela más cara es la negra. Un vestido de gala de telar empatado que lleva triángulos es sólo para muchachas, así como el del “árbol desparramado”, utilizado por las niñas hasta su primera menstruación.
“El huipil negro vale entre 14 y 15 mil pesos, se vende más durante el mes de noviembre, pero el más vendido es el blanco durante los tiempos de la virgencita”, comenta Hermelinda.
Minerva muestra fotos de mujeres ancianas portando huipiles de colores más tenues, cargados de elementos. “A las mujeres de la ciudad le gustan los colores intensos, pero antes las abuelas, la gente antigua, prefería los colores tenues parecidos al cielo”.
En los huipiles de las mujeres de Rancho Montalvo siempre hay árboles rojos: el árbol del compromiso, el de la primavera, el del matrimonio, el de la cosecha, el desparramado, el escarabajo, el de las tres regiones. Son mantras de mujeres chinantecas conectando con la tierra.