Sólo el tiempo sabrá si su profecía se cumplió por completo, pero al menos la mitad más oscura sí: el agricultor que pasó los últimos diez años de su vida peleando contra el crimen organizado de su tierra natal fue asesinado este jueves junto a sus escoltas que manejaban una camioneta blindada, la cual quedó calcinada.
Veintiséis días antes del atentado mortal de este 29 de junio llamé al teléfono de Hipólito Mora. Le pedí que me disculpara por molestarlo por una nimiedad que me inquietaba: un amigo mutuo me había dicho que él, don Hipo, estaba buscando quién regara sus limoneros. Y esa búsqueda era tanto como un testamento en vida, porque todos los que lo conocimos sabíamos que cuidar de sus árboles frutales era su actividad preferida cuando la ansiedad lo acorralaba.
“¿A dónde se va, don Hipólito?”, le pregunté y en lugar de su habitual risotada encontré un tono fúnebre que sólo le escuché en las horas posteriores al homicidio de Manuel, su hijo, también asesinado en La Ruana, pero en noviembre de 2015.
“Estoy dejando todo listo para cuando me toque ver a mi Manolo de nuevo”, contestó el padre de 11 hijos, la mitad de los cuales mandó a Estados Unidos para ponerlos a salvo de Los Caballeros Templarios. “A mí ya me queda poco tiempo aquí. Como yo no me voy a mover de Michoacán, la gente que anda tras de mí no va a descansar hasta matarme. Yo no llego vivo a Navidad”.
Hipólito Mora tenía tantos medicamentos en su casa como balas para sus armas. Tenía una afección cardiaca de la que hablaba mucho y una presión alta de la que hablaba poco. Como hombre de campo creía que hablar de sus enfermedades lo hacían ver débil, así que esas charlas las reservaba para sus más cercanos.
“Yo te aseguro que a mí el corazón no me va a fallar”, decía. “A mí lo que me va a matar son las pinches balas. Ya siento que mi fin está muy cerca”.
El hombre que alguna vez fue el brazo derecho del finado José Manuel Mireles era un contador nato de historias. Cuando se sentaba y descansaba el revólver 38 en la mesa para echar para adelante su sombrero de tres pedradas, uno sabía que se venía una anécdota que más valía no interrumpir: dotado de una memoria prodigiosa, citaba fechas, lugares y nombres con la contundencia de una metralleta. Pero lo que más recordaba eran todos los alias de los criminales que bajo las órdenes del capo Servando Gómez Martínez, La Tuta, asesinaron a sus familiares y amigos.
El día que Hipólito Mora le gritó por teléfono a Peña Nieto
Le gustaba repetir que él fue el fundador originario de las autodefensas de Michoacán, mucho antes de Mireles. Que se rebeló porque unos chamacos le quisieron quitar sus limoneros, su tesoro más preciado. Que él tuvo la idea de darles playeras blancas y rotuladas a los insurrectos que se unieron para uniformarlos como una manera de generar identidad. Que él consiguió el apoyo de los empresarios limoneros y aguacateros que financiaron el levantamiento armado civil.
Pero su historia favorita era que él le gritó por teléfono al entonces presidente Enrique Peña Nieto cuando se le pidió guardar las municiones y dejar todo en manos de Alfredo Castillo, el comisionado para la Seguridad y Desarrollo Integral de Michoacán, un priista que cayó en desgracia por su incapacidad para resolver la desaparición de la niña Paulette Gebara, pero aún así tuvo varios cargos en el sexenio anterior.
“Le dije ‘¡para que venga usted a decirme que baje las armas, es porque primero le quitó las armas a los hijos de la chingada de enfrente!’”, repetía una y otra vez a quien quisiera escuchar sus historias, que más de una vez exageró para atrapar la atención de la audiencia.
Hipólito Mora era un hombre consciente de lo que se decía de él. Sus luces y sus sombras. Conocía a la perfección los nombres y direcciones de quienes aseguraban que había entrado a la lucha armada contra Los Caballeros Templarios y La Familia Michoacana porque quería controlar el negocio del cristal, una metanfetamina que fríe el cerebro. Incluso quienes fueron sus amigos, como El Americano, contaban que durante su metamorfósis de limonero a justiciero se había convertido en lo que había jurado destruir: un empistolado que validaba torturas y ejecuciones, si convenían a sus intereses.
“Todo es mentira”, atajó una noche de otoño de 2021, la última vez que nos vimos en persona y tenía una tos que sonaba a covid. “Yo le dije a mi gente: mátenme cuando me vuelva un criminal”.
Nunca escuché que se arrepintiera de poner su vida en riesgo para pacificar su estado, pero sí de haber intentado tener una carrera política por Movimiento Ciudadano y el Partido Encuentro Social. También lamentaba haber confiado en Los Viagras, la organización criminal de los hermanos Sierra Santana que obtuvieron su apodo por su afición a peinarse con el cabello parado embarrado de gel barato.
Los Viagras, me dijo, le habían declarado la guerra desde que le dio a un alto funcionario de la Secretaría de Gobernación al mando de Adán Augusto López las ubicaciones de narcolaboratorios. Su información resultó tan certera que terminó en un millonario decomiso que desató una cacería en su contra, comandada por La Sirena, cuyo nombre real no quería mencionar por teléfono.
En su casa en Buenavista Tomatlán, Hipólito Mora guardaba una libreta con todo lo que ocurría a su alrededor: avistamientos de gente sospechosa, amenazas de muerte a su teléfono, fechas de asesinatos de sus amigos cercanos y pensamientos inspirados en su hijo. Ahí, seguramente, escribió uno de los últimos atentados a los que sobrevivió: a principios de este año, estando en una refaccionaria, un grupo de hombres armados le disparó a quemarropa. Un escolta resultó herido en un brazo y él con un rozón en el codo.
“¿Y si se va del país?”, le pregunté en esa última llamada. Imagino que apretó los labios, como cuando alguien decía una estupidez y él se apresuraba a corregirla. “¿Y darles la satisfacción? Acá me quedo”, respondió con firmeza.
Cada vez que terminaba una llamada con Hipólito Mora me quedaba la sensación de que hablaba con un hombre a prueba de balas y explosivos. Le gustaba contar que había sobrevivido a más de 30 atentados y siempre le creí porque muchos están reseñados en la prensa local. Por hábil o por suertudo, había llegado a los 67 años con unos pocos rasguños causados por el crimen organizado. Hasta este jueves.
Incrédulo por la noticia que circuló en redes, mi primer impulso fue marcar su teléfono. Estaba seguro que me contestaría y se burlaría de mí por creer en los rumores de su asesinato, como ya lo había hecho dos veces, una en 2014 y otra en 2022. Pero del otro lado de la línea nadie contestó. El hombre amado y odiado en La Ruana estaba muy ocupado caminando hacia los brazos de su fallecido hijo Manuel.
Me hubiera gustado preguntarle “Don Hipólito, ¿quién le regará sus limoneros ahora que no está?”.