Es el Domingo de Pascua Ortodoxa en Belgrado. Djokovic juega la final del Abierto de Serbia, con una multitud superior a 8,000 personas gritando en señal de apoyo. Con un set de desventaja ante el ruso Andrey Rublev, logra remontar en el segundo y así forzar el desempate.
Pero en la parte final del set, Djokovic comienza a flaquear. Después de un punto, se resbala y cae, tumbado de espaldas. Se levanta lentamente, con cautela, con la arcilla roja corriendo por su camisa empapada de sudor. Se limpia los ojos, pestañeando una y otra vez. Se envuelve la cabeza con una toalla llena de hielo.
Djokovic logra ganar el desempate para igualar el partido. Después, tomó un receso por razones médicas para desaparecer dentro del edificio principal del complejo tenístico.
Los aficionados murmuran con el correr de los minutos y Djokovic no reaparece. Vinieron a elogiarlo. Vinieron a elevarlo. Vinieron a verlo: a su hijo, considerado por muchos como el tenista más dominante de todos los tiempos. Aquí no hay controversias con Djokovic: sólo existe la esperanza (la expectativa) de que pronto volverá a formar parte de la consciencia colectiva mundial por un hecho más valiente que haber estado en el medio de la que quizás sea la deportación más famosa de la historia del tenis global.
El Abierto de Serbia es un evento pequeño con una bolsa modesta, jugado en una ciudad relativamente pequeña. Y Djokovic ha dicho, muy amablemente, que París (el Roland Garros, que comienza este domingo) es su actual objetivo profesional. En lo que respecta a la historia, el próximo capítulo de Djokovic será escrito en la Ciudad Luz.
Pero comienza aquí, en Belgrado, al igual que el primer capítulo de su historia en el tenis. Y no se suponía que comenzaría de esta forma.
Dentro del vestuario, Djokovic busca. Lucha. Se hace preguntas. No entiende por qué no pude jugar de la forma que quiere. Por qué no puede sentirse de la forma que quiere. Tuvo un segundo positivo por COVID en diciembre pasado. Otra enfermedad el mes pasado. Y debido a las consecuencias de lo vivido en el Abierto de Australia y las restricciones impuestas en otros países debido a la pandemia, no ha logrado jugar un calendario completo de partidos. Hace un año, llegó al Roland Garros tras haber disputado 64 sets de torneos de tenis: este año, apenas suma 38.
«No sé por qué está pasando», dijo en una instancia.
Si estuviera en otro lugar, probablemente se habría retirado del match. Lo dejaría así para pensar en su próximo torneo. Seguiría su marcha hacia París, donde le espera la oportunidad de igualar los 21 trofeos de Grand Slam de Rafael Nadal (y reclamar su derecho como el mejor jugador masculino de sencillos de todos los tiempos). Donde los ojos del mundo se posarán por primera vez desde enero y se preguntarán qué ha pasado con él desde que fuera retirado del torneo de Melbourne sin haber jugado un solo match.
Pero Djokovic no puede renunciar. Esto es Serbia. Esta es su gente. Su hermano es director del torneo. El match se disputa en el Centro Tenístico Novak. La clave del wifi de este edificio donde confronta dificultades es «NOLE», su apodo de niñez.
Así que Nole se levanta. Toma un sorbo de agua a temperatura ambiente. Se pone una camisa seca. Empuja la puerta.
Cuando sale a la cancha, el estadio tiembla como si ya hubiese ganado.
A PRINCIPIOS DE ESA SEMANA, dos días antes de su primer match, Djokovic practica junto a Dominic Thiem, un ágil tenista austriaco. Una multitud de recogepelotas fuera de servicio, personajes VIP y otros allegados se congregan rápidamente para ver a su querido Nole. Una chef sale de la cocina del club de tenis para echar un vistazo. Sigue vistiendo su alta gorra blanca.
Djokovic se ríe y salta por la cancha, pero su juego es entrecortado. Después de dar otro golpe con la diestra, un amigo que le observa de cerca dice: «Así ha sido desde…» y se queda callado, encogido de hombros.
Quería decir: así ha sido desde Australia.
Obviamente, Australia es donde todo cambió para Djokovic. Fue el lugar donde el dilema de Djokovic, el problema de Djokovic, la interrogante Djokovic con la que el tenis ha luchado por años trascendió hasta formar parte de la conversación mundial. Esa misma que dice: ¿qué se supone exactamente que debemos hacer con este perturbador, sumamente talentoso e increíblemente enigmático?
De repente, no sólo se trataba de que Djokovic sea diferente (o hasta mejor) que Roger Federer o Nadal. No se trataba de los trofeos de Grand Slam. No se trata de su histrionismo sobre la cancha, las dietas extrañas, ni siquiera de la brecha entre cómo Djokovic quiere ser recibido y cómo se comporta (con frecuencia).
No. De repente, se trataba de un tenista oriundo de Serbia que se convirtió en pararrayos, durante una pandemia que ha asustado y dividido ideológicamente a todo un planeta.
Djokovic, que sigue sin vacunarse, viajó en enero a Melbourne tras haber recibido una invitación para ingresar al país mediante una excepción provista por el gobierno estadal para jugar el Abierto de Australia. Sin embargo, la fuerte reacción en redes sociales motivó que el gobierno federal australiano impulsara la cancelación de su visa.
Después se produjo un referéndum global feo y emotivo sobre las políticas gubernamentales de lucha contra el COVID, dentro de la frecuentemente explosiva intersección entre libertades personales y responsabilidades individuales.
Djokovic estuvo detenido por varios días. Después fue deportado. Estuvo aislado, tanto simbólica como literalmente. Voluntariamente renunció a participar en varios torneos celebrados en Estados Unidos porque no se le permitía viajar a ese país como ciudadano extranjero sin vacunar. Tiene 20 torneos de Grand Slam en sencillos, pero quizás Djokovic nunca haya alcanzado tanta fama como la que tuvo en aquellos momentos en los que no podía golpear una pelota.
Varios prominentes grupos antivacunas lo catalogaron de héroe y «luchador por la libertad», mientras que otros lo pintaron como el símbolo de todo lo que estaba mal en la pandemia.
«Todos, durante los últimos dos años, han buscado a alguien a quien culpar por la pandemia, y lo ocurrido en Australia hizo que Novak se convirtiera en eso», me dijo Viktor Troicki, tenista profesional retirado y uno de los amigos más íntimos de Djokovic, una tarde en Belgrado. «No fue justo para él, en absoluto».
Justo o no, la situación le pasó factura a Djokovic. Desesperado por encontrar un nuevo comienzo en un sitio familiar, volvió a casa. Al sitio donde es venerado. Al sitio donde lo conocen bien.
En este lunes particular, en medio de vientos fríos y borrascosos, practica con Thiem. Hace trabajo de velocidad. Posa para algunas fotos. Se dirige a la carpa de medios para hacer su primera rueda de prensa de la semana.
Después de una serie de repetitivas preguntas sobre su preparación, una de las reporteras le pregunta a Djokovic en qué pensaba mientras se dormía la noche anterior. Djokovic la mira fijamente por un segundo, dudando. ¿En qué pensaba?
¿En qué no pensaba?
Finalmente, afirma que pensó mucho en asegurarse de que su inquietud y movimientos no le hicieran daño a su perro, acurrucado a su lado sobre la cama.
Se movía y daba vueltas, cuenta Djokovic, porque «he tenido algunos problemas para dormir» recientemente.
EL MIÉRCOLES, pocas horas antes de su primer match en Belgrado, Djokovic practica con Karen Khachanov, un espigado tenista ruso ubicado en altas posiciones del ranking.
Djokovic, que por un momento se quedó sin pelotas para hacer servicio, se mueve hasta asumir posición de devolución. Se separa mientras Khachanov bombea su raqueta, entra con su pie izquierdo y golpea con la derecha, lanzando una devolución que se desliza fuera de la línea, hasta llegar a la esquina de la izquierda de Khachanov, ganadora contra cualquiera. Khachanov sirve otra pelota y Djokovic hace lo mismo, sólo que esta vez con un revés hacia la esquina opuesta, la pelota se desliza fuera de la línea. Khachanov vuelve a servir y Djokovic la despacha hacia la primera esquina. Una vez más, la pelota vuelve a la esquina de la derecha de Khachanov.
Bogdan Obradovic, uno de los entrenadores de Djokovic, le enseñó ritmos musicales cuando Nole era niño. «Llevé mi guitarra a la cancha», recuerda Obradovic. Eso se debe a que entender el doble paso de un jugador que pisa la cancha con sus pies y golpea la pelota con su raqueta es lo que separa a los jugadores promedio de la elite. Años después, la ejecución de dicho principio por parte de Djokovic (y la simplicidad con la que se destaca) es asombrosa. Hasta el propio Khachanov mira fijamente, aunque sólo sea por un segundo, como si se hubiese olvidado por un momento lo talentoso que es Djokovic.
Por largo tiempo, ha sido imposible quitar la mirada sobre Djokovic, porque este se comporta de una forma que nos hace entender que un espectáculo más vistoso está a la vuelta de la esquina. Djokovic se crio raqueteando, no muy lejos de la actual ubicación del centro de tenis de Belgrado donde se celebró el torneo. Su primera entrenadora, Jelena Gencic, les dijo a sus padres que era «un niño de oro», casi inmediatamente después de empezar a trabajar con él. Djokovic tenía seis años. Cuando ganaba torneos en los fines de semana de sus años de escuela primaria, muchas veces recibía bolsas de dulces que llevaba a la escuela los lunes para compartir con sus amigos.
«Era prácticamente todos los lunes», me cuenta Bojan Petronic, uno de sus amigos de infancia. «Lo esperábamos. Literalmente, si había un lunes en el que no llevaba bolsas, decíamos: ‘¡No! ¡No puedes perder! ¿Dónde están nuestros dulces?’ Y él se disculpaba por ello».
A esa edad, Djokovic prefería el fútbol sobre el tenis; sin embargo, su padre Srdjan le prohibió la práctica del balompié con sus amigos en la cancha de concreto ubicada detrás del apartamento de su abuelo porque Srdjan estaba preocupado de que Djokovic se lesionara (Petronic: «De todos modos, a veces jugábamos»). A medida que Djokovic se hacía mayor, Srdjan pidió préstamos bancarios para financiar la carrera tenística de su hijo, prácticamente apostando toda la subsistencia económica de su familia a la habilidad deportiva de su hijo.
Incluso a pesar de toda la presión, Djokovic nunca tuvo problemas de confianza en sí mismo. Gebhard Gritsch, que pasó nueve años como preparador físico de Djokovic, me dijo que en la primerísima conversación que ambos sostuvieron, Djokovic le vio diciéndole: «La situación es muy sencilla: creo que alguien decidió que se suponía que me convirtiera en tenista y se supone que seré número 1 del mundo. Entonces, necesito que me ayudes con eso».
Con un récord de 370 semanas como primer jugador de tenis del mundo, el dominio de Djokovic ha sido total. Y a pesar de su éxito sostenido (a pesar del hecho de haber cumplido y superado todas las expectativas que alguien posiblemente pudo tener con él), siempre ha habido, y sigue habiendo, una sensación de que algo le falta a Djokovic. Que existe un sitial que no puede alcanzar.
Patrick McEnroe, comentarista y ex capitán del equipo estadounidense de Copa Davis, piensa frecuentemente sobre Djokovic en el U.S. Open, torneo en el que los aficionados le han abucheado o silbado por años. Cuando la afición neoyorquina finalmente le alentó durante la final del año pasado, en la que terminó perdiendo ante Daniil Medvedev, Djokovic estalló en llanto en el set final, afirmando después que «a pesar de no haber ganado el match, mi corazón está lleno de felicidad».
La adulación fue fugaz (buscaba un Grand Slam histórico contra un tenista ruso tan impopular como él). Sin embargo, fue una probada de lo que Djokovic ha ansiado tanto.
«Fue y sigue siendo tan tremendamente mejor que el resto», dice McEnroe. «Y a pesar de todos esos triunfos, no es querido de la forma que él desea».
McEnroe toma una pausa para agregar: «Creo que, a veces, parece que lo intenta demasiado con el público. Como si intentara lo que fuera para perseguir eso que no ha podido terminar de alcanzar».
PARA ENTENDER QUIÉN es Djokovic hoy en día (al igual que entender quién quiere ser), es útil entender de dónde proviene. Y prácticamente bajo cualquier medida, el punto de inflexión de su carrera ocurrió en enero de 2010, cuando el Dr. Igor Cetojevic, un ciudadano bosnio-serbio residente en Chipre que no disfruta en absoluto del tenis, casualmente se puso a ver el match de Djokovic contra Jo-Wilfried Tsonga en el Abierto de Australia.
Djokovic sufrió de un colapso físico, algo que le ocurría con tanta frecuencia en aquél entonces que Andy Roddick llegó a bromear diciendo que el serbio podía ser «el hombre más valiente de todos los tiempos» por lidiar con tantas presuntas lesiones. Al ver que Djokovic luchaba ese día por respirar Cetojevic, médico y acupunturista con una página web que le describe como experto en conceptos de salud que «apenas comienzan a salir a la luz» en la medicina occidental, se erizó cuando escuchó a los comentaristas de televisión especular que Djokovic podría sufrir de asma.
«De inmediato, supe que no era asma», me cuenta.
La esposa de Cetojevic (seguidora del tenis) sugirió que su esposo intentara ayudar a su compatriota serbio. Gracias a una conexión mutua, Cetojevic coordinó una reunión con Djokovic ese verano en Croacia, y le dijo que creía que los problemas físicos de Djokovic tenían su origen en una alergia alimenticia.
Para demostrar su tesis, Cetojevic le pidió a Djokovic que pusiera una mano sobre su estómago y mantuviera la otra delante de él, con la palma hacia arriba. «Resiste mientras intento bajar tu mano», le instruyó. Djokovic no tuvo problemas en evitar que Cetojevic moviera mucho su mano. Después, Cetojevic le dio a Djokovic un trozo de pan y le dijo que lo mantuviera contra su estómago mientras sacaba la otra mano. Cetojevic empujó fácilmente la mano de Djokovic hacia abajo. «Evidentemente estaba más débil», cuenta ahora Cetojevic. «Eso demostró que su cuerpo se resistía al trigo».
Cetojevic, que describe a Djokovic como «una mente brillante y abierta», no conocía sobre atletas o tenis. Sin embargo, Djokovic se vio cautivado por sus teorías y confió en él. El tenista se sometió a nuevas pruebas, cambió su dieta radicalmente para eliminar el gluten y otras materias a las que podría tener sensibilidad, adoptando muchas de las filosofías de Cetojevic. Sus actuaciones parecían sugerir que los cambios adoptados funcionaban. Al año siguiente, Djokovic tuvo una de las mejores temporadas en la historia del tenis masculino, ganando tres de los cuatro torneos de Grand Slam.
En su libro «Serve to Win» (titulado «El Secreto de un Ganador» en su versión española), Djokovic elogia frecuentemente a Cetojevic, escribiendo que «gran parte de lo que me ha dicho el Dr. Igor Cetojevic… te parecerá realmente inverosímil. Reitero: pensarás lo mismo de los resultados».
Las huellas de Cetojevic siguen presentes en todos los métodos seguidos por Djokovic. El agua tibia, por ejemplo (porque el agua fría se queda en el estómago). La dieta estrictamente vegana (a pesar de que los padres de Djokovic fueron dueños de una pizzería). La creencia en la telepatía y la telequinesis. La convicción de que el pensamiento positivo puede cambiarlo casi todo, incluyendo la toxicidad de comidas y bebidas. «He visto gente que… mediante esa transformación energética, mediante el poder de la oración, mediante el poder de la gratitud, logran convertir la comida más tóxica o el agua más contaminada, en la más curativa», afirmó Djokovic durante un directo en Instagram en 2020.
El tenista agregó: «Porque el agua reacciona y los científicos han demostrado… que las moléculas del agua reaccionan a nuestras emociones».
Aunque solo sea por eso, la franqueza de Djokovic sobre sus creencias nos suministra una especie de mapa para entender sus percepciones sobre la medicina y ciencia tradicionales de Occidente (llegando a declarar al diario británico The Telegraph que se sentía culpable por haberse sometido a una cirugía en un codo en 2018, porque cree que «nuestros cuerpos son mecanismos autocurativos»).
No es difícil hacer una conexión entre esa especie de creencia y la forma en la que Djokovic asumió la pandemia del COVID. Y Cetojevic, mientras se niega a revelar hasta dónde llegó su asesoría a Djokovic con respecto a la vacuna contra el COVID, llegó al punto de hacer paralelos entre el comportamiento del tenista durante la pandemia con el de Martin Luther King, Jr. durante la era de lucha por los Derechos Civiles en Estados Unidos.
«Él mira el verdadero panorama, mientras los demás siguen a rajatabla lo que le dicen sobre esas vacunas ‘experimentales’», afirma Cetojevic, desestimando numerosas pruebas y estudios sobre la eficacia de las vacunas, catalogándolos de «exageración».
En un país con una tasa de vacunación menor al 50%, donde hay grafitis y pancartas contra las vacunas prácticamente en todas partes, Cetojevic no es el único serbio que califica como un gesto noble la negativa de Djokovic a vacunarse.
Durante la detención de Djokovic en Australia, Cetojevic le envió un mensaje de texto afirmándole que hacía lo correcto, a pesar de que lo etiquetaran como «villano». ¿Cuántas personas han ido a la cárcel por sus creencias?», afirma Cetojevic haberle escrito a Djokovic. «Le dije: ‘Eres una luz para [la lucha por los] Derechos Humanos’».
EN LA MITAD DEL PARTIDO DE DJOKOVIC del jueves en Belgrado, su rival Miomir Kecmanovic se adentra en las líneas para golpear un débil segundo servicio de Djokovic, consiguiendo un limpio golpe ganador. Kecmanovic lo logra con facilidad vergonzosa, al punto de que Djokovic (que vuelve a perder un set), estalla en cólera y golpea la pelota contra la pared de fondo del estadio.
Los aficionados apenas logran reaccionar. Estas explosiones, los destellos de enfado, forman parte importante de la experiencia Djokovic.
El punto cumbre llegó en 2020, cuando Djokovic lanzó una pelota hacia la pared ubicada detrás de él tras perder un game, viendo cómo impactaba contra la garganta de una juez de línea. Nada parecía indicar que Djokovic le pegó a propósito; sin embargo, eso causó su expulsión del U.S. Open, una experiencia humillante para el número 1 del mundo y toda su disciplina deportiva.
También sirvió como evidencia sencilla de la tesis conocida por largo tiempo, que sostiene que si bien las teorías de Djokovic sobre tópicos tales como las propiedades emocionales de las moléculas del agua pueden jugar cierto papel en lo divisiva que es su imagen pública, la razón más significativa por la que frecuentemente ha sido catalogado como el intruso del tenis es más simple: su temperamento.
«¿Sabes? Puedes armar un resumen bastante significativo del comportamiento promedio de Novak en sus partidos», me cuenta Craig O’Shannessy, su ex entrenador de análisis estadístico. «Obviamente no es el único que hace esas cosas. Pero cuando se está en su sitial en este deporte, es distinto».
Es distinto porque Djokovic siempre ha querido más que los meros éxitos en la cancha. Siempre ha querido ser percibido dentro de un estatus similar al de Federer o Nadal, siempre ha querido ser el hombre querido en todas las ciudades donde se presenta. Tampoco mantiene esos deseos en secreto. Ya el año pasado, un Djokovic algo desolado dijo creer que juega «un 90% de mis partidos, si no más, contra el rival; pero también contra el estadio».
A Djokovic le gustaría creer que simplemente vencer a Federer y Nadal con suficiente frecuencia debería hacerle merecedor de semejante adoración, y es indudable que ha pasado gran parte de su carrera concentrado en sus dos grandes rivales. Cuando contrató los servicios de O’Shannessy, le enfatizó que tenía tres tareas principales: analizar el juego de Djokovic, preparar informes de scouting diarios sobre sus rivales y hacer todo lo posible para ayudarle con «dos tipos que quiero estudiar muy bien«.
«Queremos asegurarnos de que le seguimos el paso a estos tipos», fue la instrucción de Djokovic a O’Shannessy. No había necesidad de mencionar sus nombres.
Pero seguirles el paso a esos tipos no era suficiente. Esa sensación de estima, de respeto por parte de todos los rincones del tenis, le sigue siendo esquiva. A veces, Djokovic incluso se engaña mentalmente: «Cuando la multitud corea ‘Roger’, oigo ‘Novak’», dijo hace algunos veranos.
Algunas personas cercanas a Djokovic creen que existe un fenómeno mayor en marcha. El tenis es un deporte, en gran medida, acaudalado y lleno de tradiciones; con una cobertura mediática basada en el hemisferio occidental, que históricamente ha tenido mayor sesgo hacia jugadores oriundos de Europa Occidental, Australia y Estados Unidos. Federer, con su calmada conducta suiza; o Nadal, con su creatividad y elegancia españolas, encajan en el molde existente por largo tiempo.
Mientras que Djokovic no. Nació en la antigua Yugoslavia. Es volátil. Sus padres son bulliciosos y no se reservan nada. Solo para elegir dos ejemplos: primero, su madre declaró a un diario australiano que «el Rey ha muerto» tras la victoria de su hijo sobre Federer en 2008; segundo, su padre dijo en 2013 que Federer era un jugador tremendo pero «como hombre, es lo opuesto».
Esos arrebatos son característicos de un sentimiento que impera entre muchos en la región de los Balcanes, que considera que sus atletas son ignorados, pasados por alto o estereotipados. «Estaba acostumbrado a la idea de que, en el U.S. Open, el 95% de la gente estará en su contra», expresa Gritsch, su exentrenador. «Tiene muchos seguidores, solo que no son necesariamente todos los occidentales bien situados. Y Novak desea ser querido por todos».
No es el único que piensa así. En una tarde de mi viaje a Belgrado, me reúno con Darko Milicic, el ex jugador de la NBA elegido en el segundo puesto del draft de 2003. Al igual que Djokovic, Milicic quería desesperadamente sentir el agrado de aficionados y periodistas estadounidenses. Así que, durante sus preparativos para llegar a Norteamérica, mintió creando una historia sobre cómo había crecido admirando al histórico jugador Kevin Garnett.
Tenía sentido: Garnett era un gigante, al igual que Milicic. Sin embargo, fue toda una invención. Milicic apenas había visto jugar a Garnett. Sabía que la gente asumiría que había pasado su infancia adorando a alguna estrella estadounidense de la NBA que había visto por televisión, así que pensó que si les decía lo que querían escuchar (como hizo en múltiples entrevistas), podría ayudarle a encajar.
Ahora con 36 años y su vida posterior al baloncesto asegurada como productor de manzanas, Milicic ha visto cómo Djokovic ha hecho cosas similares, incluyendo aquella fase del inicio de su carrera cuando Djokovic se hizo notorio por hacer exageradas imitaciones del comportamiento de otros tenistas en la cancha. Milicic hacía muecas al ver cómo Djokovic se apoyaba en la idea de que era el gracioso, el «Djoker» del tour. Era como si tuviera un truco de fiestas para mostrar.
No era auténtico, según afirma Milicic. Y al igual que McEnroe, Milicic dice que percibió que Djokovic «se esforzaba demasiado» en congraciarse con los demás, obligándose a ser visto de forma distinta a como era en realidad. A veces todavía se siente así. «Si no les vas a agradar, no le vas a agradar. No lo puedes forzar».
Unos días después, le menciono a Troicki, el extenista que conoce a Djokovic desde que eran niños, mi conversación con Milicic. Troicki asiente cuando explico el razonamiento de Milicic. Por eso, le pregunto: Después de todos los éxitos que ha tenido Djokovic, ¿por qué le sigue importando la percepción que la gente tiene de él?
«No lo sé», afirma. «No debería importarle. Pero le importa».
UNOS 20 MINUTOS DESPUÉS DE concretar su victoria sobre Khachanov en la semifinal sabatina del Abierto de Serbia, Djokovic vuelve a la cancha de prácticas. En esta ocasión, juega con su hijo y los hermanos Owaki, una dupla de jóvenes celebridades japonesas de las redes sociales. Cuando los chicos pegan sus golpes de fondo, Djokovic imita los gruñidos que hace en sus matches de verdad y devuelve las pelotas.
En un momento, Djokovic suelta su raqueta y comienza a perseguir a su hija, Tara, moviendo sus brazos como si fuera un monstruo. Cuando la atrapa, la lanza hacia el aire y la abraza fuertemente. El sol es radiante. Tara ríe. Es el aspecto más feliz mostrado por Djokovic en toda la semana.
Poco después, durante su conferencia de prensa, se le pregunta a Djokovic sobre la decisión de los organizadores de Wimbledon, prohibiendo la participación en el torneo de tenistas rusos y bielorrusos debido a la invasión rusa sobre Ucrania. Su sonrisa se desvanece rápidamente.
Afirma estar en contra de la guerra. Sin embargo, también se declara opuesto a la exclusión de deportistas con base en su nacionalidad, castigando a alguien por el simple hecho de haber nacido en un sitio determinado.
«Sé muy bien lo que implican las sanciones», expresa con tranquilidad. «Sé cómo es ser considerado por el mundo como un paria, cuando vienes de un país que ha sido mal retratado. He sido víctima de ello por muchos años».
Su rostro muestra signos de agotamiento. A pesar de que Djokovic se presenta como ciudadano del mundo, su conexión con Serbia está muy arraigada, se encuentra incrustado en el tejido de su vida como la costura de un hilo. Matiza la forma en la que ve el mundo, la forma en la que se ve a sí mismo. Los conflictos balcánicos son complejos hasta el punto de lo imposible; sin embargo, el trauma de crecer como lo hizo Djokovic (que se autocalifica como «hijo de la guerra») es brutalmente simple.
Hasta el día de hoy, Djokovic se sobresalta al escuchar ruidos fuertes y repentinos, una costra emocional sembrada desde hace décadas. Familiares y amigos celebraron su cumpleaños número 12 con una fiesta en un club de tenis local. Mientras los padres de Djokovic iniciaban el canto del «Cumpleaños Feliz», el lugar quedaba envuelto por el estruendoso sonido de los aviones de combate que sobrevolaban la zona. Las fuerzas de la OTAN lideradas por Estados Unidos seguían bombardeando, en un intento por detener la limpieza étnica de los albaneses kosovares impulsada por el dictador yugoslavo Slobodan Milosevic. Todos, incluyendo los niños, sabían el significado de esos sonidos. «Todos volvieron a los bunkers», afirma Petronic, amigo de infancia de Djokovic. «Parecía no terminar nunca».
Esos bombardeos duraron 78 noches de 1999, y Djokovic pasó muchas de esas noches refugiado en el bunker construido debajo del edificio donde se encontraba el apartamento de su abuelo en el barrio de Banjica en Belgrado, al sur del centro de la capital. En un día libre de la semana del torneo, me dirijo a Banjica y me encuentro con el conserje del edificio, que ha vivido en el mismo lugar por 40 años. Accede a conducirme por las escaleras de cemento y abre la puerta de acero rojo. Hace una mueca mientras hala esa puerta.
Dentro del bunker, hay un olor a humedad, a tierra mojada mezclada con concreto. El techo es bajo. Las sillas de plástico están apiladas, una encima de la otra. En el rincón permanecen algunas botellas de rakia, el brandy de frutas serbio, consumido hace más de 20 años. Un dado, quizás de un juego de mesa, está encima de un travesaño de madera. El conserje señala un pequeño enchufe que cuelga del techo y explica que, en aquel entonces, un grupo de residentes instaló algunos bombillos y cables eléctricos, que se alimentaban con la energía generada por una bicicleta fija instalada en una alcoba. Cada noche, los hombres hacían turnos para pedalear y mantener las luces encendidas.
Djokovic vio a los hombres pedalear. Vio cómo bebían. Escuchó las explosiones que ocurrían sobre él, sin tener seguro cuándo vendría la próxima. Era horroroso y desesperadamente triste, pero también era la vida. En las mañanas cuando él y Gencic, su primer entrenador tenístico, iban a algún sitio a practicar, sondeaban los escombros de la noche anterior, en busca de hierba quemada y cráteres hasta encontrar una cancha de tenis cercana. Creían que estarían más seguros cerca de esas zonas dañadas, porque parecía menos probable que los militares bombardeasen el mismo sitio por dos noches consecutivas.
«Ya no pensamos en ello a diario o algo así», dice Troicki. «Pero eso se queda contigo».
Es imposible estar en Belgrado y no sentirlo. Incluso hoy en día, hay grafitis recién pintados que dicen «Al ca—- la OTAN» en edificios por toda la ciudad. Existe cierta desconfianza hacia Europa y Estados Unidos, una mirada escéptica sobre las intenciones de Occidente. En el centro de la ciudad se encuentra el antiguo edificio de la Radiotelevisión Serbia, cuya fachada fue destruida en 1999 por una bomba que acabó con la vida de 16 personas. El edificio no ha sido demolido. Por el contrario se mantiene en pie, con el lateral abierto, sus paredes y suelos derruidos a la vista de todos. Es un monumento conservado de las cicatrices que siguen presentes.
A pesar de que Djokovic lucha por ser un ciudadano global, siempre será oriundo de este lugar. De este barrio. De este bunker.
¿Le duele haber surgido de todo este dolor? ¿Le dificulta ser eso que imagina que el mundo quiere que sea? No importa. No podría esconderlo, incluso si quisiera. Solo aquellos que han escuchado esos aviones y se han refugiado en ese bunker pueden comprender cómo esa experiencia cambia a un ser humano. Sólo ellos pueden saber a ciencia cierta cómo crecer de esa forma afecta la definición de supervivencia en una persona.
El sábado, mientras abandonaba la cancha tras vencer a Khachanov para clasificar a la final del torneo de su tierra natal, le dijo a la afición: «No hay mejor sensación que estar aquí frente a ustedes».
ENTONCES, LA ESCENA PARECE ESTAR LISTA PARA un final de cuento de hadas. Djokovic vuelve a la cancha tras su pausa médica durante la final del domingo, asumiendo por completo esta pausa dramática, y es prácticamente una certeza que completará su remontada para alzar el trofeo frente a sus fieles y cariñosos seguidores. Cuando Rublev hace una doble falta en el primer punto del tercer set, el estadio vuelve a vibrar y todos se inclinan para ver cómo Djokovic comienza su paso arrollador.
Solo que las cosas no terminan siendo como ellos querían. Rublev mantiene su servicio. Y rompe el de Djokovic. Desconcierta a Djokovic con un fuerte y giratorio segundo servicio en el tercer game que Djokovic rechaza con fuerza. Cuando Rublev vuelve a romper para tomar ventaja 4-0, el rostro de Djokovic se ve acabado. Con ventaja 5-0, algunos asistentes comienzan a abandonar la cancha y Djokovic no se inmuta en espera de calma o silencio: sirve incluso mientras huyen para que no tengan que presenciar el golpe final.
Cuando todo ha terminado y Djokovic pierde el set final 6-0, un funcionario del torneo le pide a Rublev que firme tres pelotas para lanzarlas a los asistentes. Rublev mueve la cabeza y se muestra avergonzado. «Nadie quiere una pelota mía», le dice al oficial. Señala a Djokovic, encorvado en su silla. «Lo quieren a él», prosigue.
La ceremonia es incómoda. Djokovic rinde tributo a algunos ex miembros de su equipo, incluyendo a su veterano entrenador Marian Vajda, y les hace algunos obsequios. Ambos hombres dicen algunas palabras y hay un elemento de dulzura presente en el ambiente, sólo empañada por el extraño hecho de ver a Rublev sosteniendo el trofeo de campeón.
De múltiples formas, todo ello da la sensación de vivir una transición, un reinicio. Djokovic no es el mismo que era antes de Australia, porque nadie lo es. Ha cambiado. Ha cambiado la forma en la que se percibe a sí mismo. Y gane o pierda, vino a este lugar (vino a casa) para volver a empezar.
Cuando termina la ceremonia, se dirige a la tienda de medios de comunicación para una última rueda de prensa. Pide disculpas porque la afición tuvo que ver semejante paliza. Afirma que Rublev es un digno campeón. Dice que sigue buscando, que sigue en la búsqueda de esa cosa que le haga sentir de la forma como sabe que puede hacerlo.
No puede hacer que todos entiendan lo que él ve en la vacuna contra el COVID o las moléculas del agua. No puede torcer la voluntad de la gente que le ve de la misma forma que logra torcer la voluntad del deporte en sí.
Sólo puede ser número 1 del mundo por la semana 317. Sólo puede alzar otro trofeo. Sólo puede ganar y ganar y ganar y ganar; imaginando que un día, quizás, eso sea suficiente.
«París es la gran meta», reitera. «Así que, ojalá…»